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CAMINO
ALTERNO

  • Foto del escritorDavid Fernández Jordi

Angola, un país de víctimas y verdugos

Actualizado: 10 feb 2023

Eran pasadas las 5 de la mañana del primero de noviembre de 2022 y ya estaba amaneciendo por estas latitudes. Era mi primera vez sobrevolando el hemisferio sur y en menos de una hora según anuncia la tripulación estaría aterrizando en Angola. Siempre tuve ganas de hacer un viaje a este continente, de hecho, sigo creyendo que, aunque los hombres lo den por perdido, Dios sigue teniendo un gran sueño con África; que se ve en tantos misioneros, voluntarios, personas de buena voluntad que han viajado a lo largo de los años para dotar de dignidad y de esperanza a estas gentes. El motivo de mi viaje a este país no fue otro que empaparme de todo lo que fuera a ver, colaborar en lo que buenamente pudiera, claro está, pero no con la intención de imponer el modelo de vida occidental o apiadarme de aquellos que nunca tuvieron la oportunidad de desarrollarse en el conocimiento y el progreso. Sino que buscaba que todo lo que llegara a mis cinco sentidos quedara grabado como un aprendizaje más y que ese proceso me llevara a dar lo mejor de mí a los demás, ya fuera allí durante mi estancia como en mi casa a la vuelta.

Aterricé como estaba previsto en el 4 de Fevereiro, el aeropuerto internacional de la ciudad de Luanda, que hace referencia a la fecha de 1961 en la que comenzó la revolución del pueblo angolano contra la colonización portuguesa, consolidada desde 1482 con la llegada del explorador Diogo Cão.

Entre la hora tarde que salimos de Madrid y el proceso migratorio que se demoró por más de dos horas, la falta de conexión a la red WiFi de la terminal (que no me permitía contactar con mi amigo Javier, que me acogería) y una maleta rota, podemos hablar del comienzo de una odisea un tanto peculiar. Para mi sorpresa no me registraron ninguna maleta, ya que al traer donaciones con medicamentos, ropa y juguetes esperaba que me fueran a abrir el equipaje. Entonces, aun con la duda de no saber cómo llegaría a mi destino final, pude respirar al ver a António, un conductor que venía a buscarme con un cartel que ponía mi nombre y con el que realicé mi primer trayecto por este país.

Dicen que Luanda es la ciudad más cara del mundo y cierto es que un poco caótica, sobre todo a según a qué hora, en cuanto al tráfico se refiere. La propia salida del aeropuerto y el viaje en el coche de António ya me parecía un puro espectáculo porque todo lo que había visto en películas y reportajes sobre las ciudades africanas se quedaba corto para lo que estaba percibiendo. Ya no solo el calor sofocante que hacía ya a las 8 de la mañana sino la gente vendiendo artículos en las calles, los modelos de los coches, el ambiente, los olores; los niños pequeños que estaban al cuidado de su madre, esforzándose por aprender a andar bajo la sombra de los pocos árboles que se encontraban en las medianas de estas pseudo-autovías urbanas, mientras vendían algunos artículos con los que sobrevivir, etc.

Si de algo presumo en la vida es, de que soy demasiado observador y pocas cosas pasan desapercibidas para mí, de hecho, trato de almacenar todo en la mente para disfrutar de cada recuerdo, aprender sobre lo visto o escuchado y abrir la mente y el corazón por las vivencias. Lo que había visto durante esos primeros minutos en Luanda era mucho contraste, algo que me habían contado, pero no podía saber cómo era realmente hasta que no lo vi con mis propios ojos.

Hacía unos meses que había viajado con mi familia a Nueva York por el 60º cumpleaños de mi padre y justo una de las actividades que hicimos se llamaba “tour de contrastes”, supongo que por la diversidad cultural que puedes encontrar en los diferentes barrios de la llamada capital del mundo. Lo que Luanda me había transmitido hasta el momento, no tenía ni punto en comparación con lo visto en los alrededores de Manhattan. De hecho, me tocó mucho el corazón ver a gente con tantísimo dinero (el triple de lo que un rico puede tener en España) junto a otros cuyo salario no sumaría más que 50€ al cambio en un país donde todo es importado y cuyos precios son abismales incluso para un europeo como yo. Por mucho que te cuenten, hasta que no palpas esa exclusividad o esa exclusión total, no eres capaz de ver como de mezquino puede llegar a ser el humano. La indiferencia y la aporofobia son actitudes muy comunes y puedes ver cómo alguien puede estar de necesitado para suplicarte un trago de agua potable en un cruce de carreteras, mientras a pocos metros, se suben los cristales tintados de un coche de alta gama mostrando la callada por respuesta.
No es cuestión de hacer un diario de este viaje, ni siquiera sé el espacio que me va a ocupar esta reflexión y aunque es algo que me gustaría compartir con mis amigos y mi familia, tampoco es mi objetivo aburrir a nadie. El colegio en el que trabaja mi anfitrión se fundó hará unos cuatro años y todavía hay algunas estancias sin terminar, como la capilla, y las pistas deportivas parecen ser unas de las mejores de la zona. Es un colegio privado que pertenece a una red educativa de colegios que tiene su matriz en España y tiene un ideario católico. La inmensa mayoría de los alumnos que vienen a estudiar aquí son hijos de empresarios y políticos de este país, algunos expatriados y otros que simplemente tienen dinero. Al llegar, estaba entrando en una auténtica fortificación de muros de tres metros rodeados de concertinas, controles de seguridad en las puertas de acceso y dos banderas, la de Angola y la española, aupadas por una publicidad barata del Real Madrid, que patrocinó parte de las obras del centro educativo. Aquí comencé a vislumbrar de qué iba esto.

Soy del norte de Madrid, un barrio de familias de clase media que poco a poco ha ido envejeciendo y cuyas viviendas se han ido cediendo en régimen de alquiler o venta a otras familias, principalmente de personas migrantes que han llegado de Rumanía, Iberoamérica o Marruecos, entre otros sitios. Nunca ha habido problemas de convivencia. A tres kilómetros aproximadamente de dónde vivo y dónde me he criado, se halla uno de los lugares más exclusivos de Madrid y que es conocido en toda España: La Moraleja. Afortunadamente no tengo nada que ver con ellos, pero si explico esto aquí es porque me choca mucho como a diferencia de urbanizaciones exclusivas como la que he nombrado, en Luanda esos recintos llamados popularmente “condominios” están totalmente fortificados, marcando una diferencia entre el mundo exterior y “su realidad”.

Recuerdo que fue durante mi primer año de universidad, cuando empiezas a darte cuenta de que va el mundo, cuando quieres ser abogado del diablo y justiciero a toda costa porque quieres romper con el sistema establecido. Leí al que después se convirtiera en mi ídolo durante un tiempo, hablo de Zygmunt Bauman, sociólogo polaco-británico de origen judío que falleció en 2017. Él siempre hablaba de la sociedad líquida, del miedo a lo desconocido, de los sistemas de alarmas y sus publicidades aterradoras sobre robos, ocupaciones y demás sensibilidades que fomentaban la separación entre las comunidades. Hablamos de miedo, de fobia, de odio hacia quién no es como nosotros. Si en países europeos ya es chocante ver esa separación entre zonas norte-sur, entre urbanizaciones de lujo y suburbios, etc. en África, y concretamente en Luanda es alucinante, porque apenas hay distancia entre ricos y pobres, al menos físicamente. Toda la distancia que existe es moral, es humana, es; perdonarme que lo diga, repugnante.

Allí los atardeceres son épicos y cada día el sol te regala sus mejores vistas a la hora de irse a dormir. Si miras hacia la bahía ves los edificios del Skyline con luces encendidas como si tratara de cualquier distrito financiero de una ciudad norteamericana. Me da la sensación que en esta ciudad se lucha una guerra de clases: una la que sobrevive y otra la que aparenta.

Hay compañeras de Javier que viven en condominios, con piscina, gimnasio, seguridad privada, vamos, un oasis en medio del campo de batalla que he descrito antes. No las juzgo, yo si viviera aquí con el tiempo me haría un insensible a la realidad social que vería y seguramente que si tuviera la posibilidad viviría en el mejor condominio de la ciudad. Esto también es una reflexión humana, el tema de insensibilidad y la indiferencia. Creo que todos recordábamos, cómo la mediatización de los casos de maltrato contra la mujer, los asesinatos machistas, etc. nos conmocionaba mucho, al igual que las guerras y otras tragedias. Con el tiempo, nos hemos vuelto duros y ya damos por hecho que la media de mujeres, de hijos y de personas en duelo, se incrementa con los años; y que las guerras pueden acabar o no, pero el titular es lo que cuenta y cuando se deja de hablar del tema, deja de importar.

Me hablaron de inseguridad, de hecho no fue hasta los últimos días cuando salí a la calle solo. A Javier ya le conocían en el barrio, era el único blanco que se metía por los callejones cercanos al Residencial Kianda y al triángulo o plaza de la Abuela Ngana, dónde se tejía la vida social del barrio. Yo al igual que Bauman describía en sus libros, también tenía miedo a lo desconocido y en primer lugar, recuerdo que me sentía inseguro siendo minoría blanca entre tanto negro. Al fin y al cabo yo vengo de vacaciones, pero, ¿cómo se sentirán ellos frente a la barrera cultural, idiomática y xenofóbica que nos caracteriza en occidente cuando se disponen a buscar el pan de cada día? No lo quiero ni pensar pero es una realidad muy palpable en las calles de nuestras ciudades.

En aquellos días no sentí nada que me hiciera sentir miedo a pesar de las recomendaciones que mis buenos amigos me hacían de no salir con el móvil o la cartera a la vista como puedo hacer en España. En ningún momento me sentí intimidado y lo que sí que sentí fue mucha curiosidad de parte de los vecinos por ver a un blanco como yo entre ellos. Les sorprendía que una persona fuera de vacaciones a un barrio como el suyo y, es que a pesar que en la Avenida Murtala Mohamed, que era la vía principal de la Ilha, había algunos hoteles, el turismo no era el fuerte de la economía angolana. En los días que estuve allí, solo vi dos conatos de violencia en los que mantuve al margen. Uno de ellos se produjo tras un partido de fútbol que al parecer concedió la victoria injustificada a un equipo frente a otro, corrían de un lado a otro de la calle en busca de pelea.

La otra ocasión fue una mañana entre diario en la que yo volvía de la playa y me encontré a un grupo de chicos que llevaban agarrado a otro mientras le daban de golpes. Le insultaban mientras cruzaban el supuesto paso de peatones que lleva al paseo marítimo y le tiraron a la arena de la playa. No entendía por qué y me dieron ganas de defenderle, pero ante lo desconocido me aparté. Según algún comentario que escuché, el chico al que habían pegado, había robado a sus padres y frente a eso, todos los vecinos fueron a darle su merecido por la falta de respeto que eso supuso para la comunidad.

El caos que comentaba al principio de este capítulo se adueñaba no solo del tráfico con el que tienes que tener un cuidado inmenso, ya sea si eres conductor o viandante. Los pasos de peatones están pintados pero no se respetan y los semáforos solo los encienden en campaña electoral, por lo que más vale que mires si no quieres ser golpeado por unos u otros. Allí el alcantarillado es tan deficiente, la lluvia tan insuficiente y las infraestructuras tan mejorables, que la oscuridad en la noche es profunda, que cualquier charco puede mantenerse días y que los olores pueden ser muy desagradables si pasas cerca de un cubo de la basura. Es chocante ver a animales y personas buscando en el mismo el contenedor, y también ves cómo ante la precariedad, las personas que venden alimentos en la calle son muy cuidadosos a la hora de servirte; y como el reciclaje y la tontuna climática es cosa del primer mundo, allí eso no se lleva.

Cuando hablo de que he potenciado los cinco sentidos es porque he abrazado mucho y qué bonito ha sido, me llevo nombres concretos y sensaciones increíbles que guardo en el corazón. He percibido olores característicos: océano, humo de coches que pensaba que ya no existían, pescado recién salido del mar, basura en proceso de descomposición y tirada en las calles, pollo recién hecho en las “churrasqueiras” improvisadas que había en el barrio, etc. El sabor de las toneladas de arroz que se consumen a diario en este país, que junto a la judías son el principal sustento alimenticio de los angolanos, el sabor de Amarula (una especie de crema de orujo) o de los guisos de “peixe” que tan característicos son por aquí. He escuchado cantos que te transportan a una paz inconcebible dónde las misas católicas llevan esencia africana y dónde la música que se escucha en las calles, a veces pasada de decibelios, es una mezcla entre reggae, reggaetón y jazz con letras en portugués y lenguas nacionales. Y ante todo he visto atardeceres increíbles, he visto a niños supervivientes, a guerreros descalzos, a mujeres con el peso del trabajo sobre la cabeza, calles sin asfaltar y hombres trajeados cuyos zapatos limpian esos pequeños luchadores.


Oficialmente el sistema político que rige Angola es una democracia liberal. Lo cierto es que esto es un disfraz bajo las fauces de un comunismo menos feroz que el de Cuba, Vietnam o China pero dónde ciudadanos de estos países tienen intereses muy jugosos en esta tierra. El único partido que ha gobernado desde la independencia de 1975 es el MPLA (Movimiento Popular por la liberación de Angola) cuyo primer presidente, el casi deificado Agostinho Neto ostenta un memorial en forma de cohete, rodeado de monumentos, explanadas y avenidas amplísimas dentro de un mismo recinto cerrado. Creedme si os digo que si no hubiera sido por el clima o por el color de la piel de quien frecuentaba ese lugar, hubiera creído haber estado en Pyongyang. Lo que más me llamó la atención es que entre esa desigualdad por fascículos que puedes ir viendo desde la Fortaleza de San Miguel hasta el exclusivo barrio de Talatona te encuentras con barrios como el de Chicala dónde se percibe la pobreza absoluta, cuyas vistas a la Asamblea de la República parecen vislumbrar progreso, cuando la realidad es únicamente un oasis.

El mismo partido político que gobierna se encarga de hacer un buen marketing entre una población que sufrió más de 25 años de guerra civil, dónde las grandes potencias mundiales se peleaban por dominar los pozos de petróleo que el país sudafricano estaba entonces descubriendo. Dejando el distrito de Samba, siendo este superpoblado dónde el caos anteriormente descrito parece palpitar por momentos, el paisaje cambia totalmente: colegios internacionales, empresas, concesionarios, condominios. Las obras del acceso a esta zona de la ciudad, están patrocinados por el MPLA dónde cada andamio o cada señal de obra ésta decorada con propaganda política, y dónde una valla publicitaria, muestra el rostro grandioso del presidente con un lema patriota que te hace creer que sin él, esta infraestructura no sería posible.

Muy cercano a la Fortaleza de San Miguel se encuentra el centro comercial con nombre homónimo. Hay varios de estos shopping exclusivos en diversas partes de la ciudad que utilizan como válvula de escape aquellos que viven entre los condominios, la empresa, el ministerio o el international school. Podríamos hablar de un parque de atracciones para ricos en medio de la cruenta batalla que se lidia tras esas cuatro paredes. Una de esas mañanas Benjamin, Javier y yo íbamos andando con la intención de llegar a la conocida Marginal (un tipo de paseo marítimo renovado aunque totalmente descuidado, cercano a la zona financiera). En el trayecto un niño con aspecto paupérrimo se nos acercó y nos pidió dinero. Parece ser que según les han enseñado todos los blancos tenemos dinero y la insistencia en su arma para conseguir algo de plata que llevarse. Por recomendación de Benjamin, que es de la zona, no le dimos nada al chiquillo que en un primer momento parecía confuso y que posteriormente sobreactuó tirándose por una especie de escaleras y violentando una escena que me rompió el corazón. Al parecer vivía con sus tíos y tenía mucha hambre, tras veinte minutos andando detrás de nosotros y ofreciéndonos compañía, entramos al centro comercial con el objetivo de comprarle víveres que pudieran paliar esa sensación de abandono que transmitía el chico. En ese momento, al entrar en el edificio, el encargado de la seguridad del centro comercial amenazó al chico con el objetivo de mantener la entrada limpia y lo echó de allí cual perro vagabundo. Segundo golpe en poco tiempo para mi inocente visión europea de la realidad africana. Tras aclimatarnos a base de aire acondicionado y habiendo comprado algún zumo y galletas para nuestro fiel acompañante hasta ese momento, nos encontramos con que éste ya no estaba en el sitio en el que le habíamos dejado. El “segurança” tampoco sabía nada, con lo que proseguimos y lo que vi después también me impactó. Llegamos hasta uno de los edificios más emblemáticos del paseo Marginal, el Banco Nacional de Angola, que no era ninguna joya arquitectónica. Al ser festivo colocaron una especie de carpa lúdica con globos, música y talleres para niños que versaba sobre educación financiera. Por lo visto es muy común que haya niños que se dediquen a limpiar los zapatos a adultos en la calle, los antiguos limpiabotas que a modo de postal todavía se pueden encontrar en la Gran Vía de Madrid.
Esta realidad es distinta y en ese momento pude captar una fotografía que puede que sea la más interesante del viaje: dos niños limpiando los zapatos a un hombre trajeado, de fondo el edificio del Banco de Angola y al pie un blanco (que resulta que era mi amigo) mirando indiferente. En esa carpa solo entraban los niños aparentemente ricos, aquellos que iban a colegios como en el que estuve colaborando en aquellos días. Resulta que uno de esos chiquitos que limpiaban zapatos, cuya edad no debería superar los 11 años miraba con envidia lo que se hacía en el interior de la carpa. Había música, globos de colores, juegos y todo bajo la ridícula temática de la educación financiera. En el interior regalaban pequeñas bolsas con comida (fruta, galletas y alguna que otra propaganda sobre el evento). Mi amigo Javi preguntó si podría hacerse con un par de bolsas con ese suculento premio para nuestros amigos y ante una primera respuesta negativa, la organización aceptó. Los niños limpiabotas quedaron, al parecer, satisfechos de poder comer lo mismo que otros niños aunque no lograran bailar ni jugar dentro de la carpa como el resto de niños sí hacía.

Estos tres golpes en el corazón me sirvieron para darme cuenta de que nada en esta vida es gratis pero a su vez pienso que todo lo que yo he recibido en la vida ha sido gratis. La gratuidad es un don que se me ha regalado y por eso mismo lo practico con los demás. Basta de pagar peajes en esta vida por sentirte querido, por sentirte digno, por saciar sed y hambre. Parece una petición utópica y una realidad demasiado cruda pero si en mí está la posibilidad de cambiar las cosas aunque sea a raíz de pequeños gestos, lo haré.

Como he comentado, Angola no es un país que esté destinado al turismo. Cuesta ver a personas que viajen únicamente a visitar el país por placer. Digamos que Luanda es una ciudad eminentemente empresarial y que los atractivos turísticos son algunos resorts que tienen lugar en una especie de isla llamada Mussulo cuyo acceso también es algo complejo. Aunque hay muchos coches y el tráfico es intenso, la mayoría de la población no tiene coche propio sino que se mueve en furgonetas colectivas que recogen a gente a modo de autobús urbano con paradas sobre la marcha y dónde caben cuatro, caben también seis. Estas furgonetas tan características se llaman Candongueiras y si te sabes mover por la ciudad, pueden ser un instrumento muy bueno para poder llegar a tu destino. También hay otros coches que hacen estos servicios y a veces pienso que aun con la precariedad que tienen, son más ecológicos que nosotros con eso de compartir coche. En Madrid, como en otras ciudades lo normal es ver a conductores solos por la carretera, allí eso es muy poco frecuente a pesar de que el precio de la gasolina es ridículo si lo comparamos con el que pagamos en España.

Me gustaría terminar esta crónica agradeciendo, porque aunque esto parezca una crítica sobre el caos que se apodera de una capital como Luanda, lo que me llevé de esa experiencia ha sido gratitud y gratuidad. Un término que me gusta usar y que me gusta frecuentar, ya que creo que el mundo funcionaría mejor si este fuera el detonante de esta sociedad. Os he contado mi viaje a Angola pero no el cómo surgió y es que tiene algo de cómico, poco cuerdo y valiente. Toda esta crónica sobre mi visita a África es gracias a una persona con nombre y apellidos que confió en este pobre loco que os escribe por tanto gratitud y gratuidad. Gratitud porque nos conocíamos de hace relativamente poco y tan solo nos habíamos tres o cuatro veces antes de este viaje y aun así me invitó al que sería su nuevo hogar; gratuidad porque su acogida ha sido a cambio de nada, cuando lamentablemente estamos acostumbrados a que todo intercambio genere algún tipo de beneficio en una sociedad cada vez más individualista.

Doy muchas gracias a Dios porque tengo buenos y grandes amigos a los que acojo en mi casa y que me acogen en las suyas. Mi padre, a tono de broma, siempre me dice que esto parece la casa de la ONU ya que por aquí han pasado colombianos, guatemaltecos, costarricenses, etc. con todos ellos me unía la fe y una amistad que se ha ido deteriorando en algunos casos y que se ha reforzado en otros. Vivo cerca del aeropuerto de Barajas y pienso que si la gente que viene y va ya se está gastando un dinero en el pasaje que se incrementaría con una noche de hotel en Madrid. Por tanto, si yo tengo un cuarto en el que pueda descansar ¿por qué no acogerle? De todas aquellas personas que he acogido he recibido mucho más de lo que yo he podido prestarles en algún momento. Cuando yo he necesitado un lugar, casi siempre por medio unos u otros he tenido hospedaje dónde he estado. Es importante decir que estos contactos no proceden de aplicaciones de contactos de viajeros “sin guita” que buscan cobijo. Estos amigos que vienen son hermanos en la fe y si algo bueno tenemos los católicos es que somos una piña y allá dónde vamos, nos acoplamos. Eso he sentido en casa de este, desde entonces, amigo para siempre y es que a pesar de sacarle casi seis años, he aprendido mucho de este chico que se da a los demás, que trata con mucho amor a aquellos con los que vive y que vive en sencillez y humildad, consumiendo lo menos posible siendo perseverante en su decisión y eso, no nos engañemos, no es fácil. Por eso hablando de gratuidad, creo que ya sea en África o en el piso más alto de la Quinta Avenida de Nueva York, todo funcionaría mejor.

De esta experiencia me llevo corazones con ganas de cambio, otros algo más acomodados, otros que palpitan en precariedad y desesperanza. De cada uno me llevo cosas bonitas, una lección de vida y un hombre pensador (que es uno de los símbolos culturales de Angola y que significa aquel que retiene y guarda el linaje entre los antepasados y los vivos). Esos hombres y mujeres pensadoras, supervivientes y guerreros, habitarán para siempre en mi corazón.

Obrigado Angola, muchas gracias amigo.

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